En La boda de Rosa, de Icíar Bollaín, hay una escena que muchas personas han leído como un alegato de amor propio.
Un gesto valiente, luminoso, inspirador.
Pero si la miramos desde una mirada clínica, lo que aparece va bastante más allá de quererse un poco más.
Tiene que ver con algo más incómodo.
Y más real.
Ese gesto habla de dejar de vivir en función de las expectativas ajenas.
De romper con el mandato silencioso del “tienes que”: ser buena hija, buena hermana, buena profesional, buena pareja.
Ser correcta. Ser comprensiva. Ser fuerte. Serlo todo… para todos.
Habla de recuperar agencia, no de inflar la autoestima.
De dejar de preguntarse constantemente qué esperan los demás y empezar, por fin, a escucharse.
De asumir que elegirte puede decepcionar a otros… y aun así hacerlo.
Clínicamente, ese movimiento es un acto de:
- reparación del yo,
- salida del rol de complacencia crónica,
- reorganización profunda de las prioridades internas.
Por eso conecta tanto.
Porque mucha gente no se casa consigo misma, pero sí vive divorciada de sí desde hace años.
Elegirse no es una decisión romántica.
Es una decisión estructural.
Implica dejar de negociar con la propia dignidad, dejar de ponerse siempre al final de la lista, dejar de llamar amor a lo que en realidad es aguante.
Y aquí entra algo de lo que se habla poco cuando hablamos de “elegirse”:
el duelo.
Porque cada vez que te eliges, algo se pierde.
Se pierde una versión de ti que sobrevivía adaptándose.
Se pierden vínculos sostenidos desde el sacrificio.
Se pierde la fantasía de que, si aguantas un poco más, alguien algún día te devolverá todo lo que diste.
Amarse también implica hacer duelos.
Duelo por lo que no fue.
Por lo que no supieron darte.
Por las veces que te quedaste donde ya no había lugar para ti.
No es épico.
Es profundamente humano.
Y quizá de eso va, en el fondo, todo este gesto.
De entender que no hay felicidad posible sin paz interior.
Y que no hay paz interior sin amor propio, pero no el amor que se proclama, sino el que se practica.
El que se traduce en respeto.
En límites.
En dejar de traicionarte para no incomodar.
Puedes tener logros, vínculos, reconocimiento, incluso momentos de alegría…
y aun así vivir en guerra contigo.
La paz interior no llega cuando todo encaja fuera.
Llega cuando dejas de abandonarte por dentro.
Y tal vez ese sea el compromiso más honesto que podemos hacer:
quedarnos,
cuidarnos,
y elegirnos incluso cuando hacerlo no es lo más fácil.
Ahí empieza todo lo demás.
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